Como un hilo verde el olor a albahaca se me mete en la nariz. Dulce y cereal las cabritas se abren en la olla azucarada. La calle quieta se mueve con brisas, soles y lluvias de miércoles y sábado. Los miro, regateo, los saludo hace tantos y tantos años que ya se me olvidó cuando fue la primera vez que recorrí el sendero alimentecio. Es como si ahí hubiera nacido ahí, o al revés, es como si hubiera nacido para recorrerlas: la mía de mi barrio de obreros textiles, la de otros barrios de mi territorio, las de otros terruños.
De todas, la mía es
la más bella, solo porque mía es, como mis manos. Mano que sábado o
miércoles agarra un carro. Con poca o mucha plata en el bolsillo se
transita, se recorre de principio a fin.
La boca se
vuelve dulce con un damasco seco en invierno. El ojo se alegra al pasar
por encima de las flores, las macetas y los calzones y sostenes
colorinches colgados y esparcidos en el mesón.
Las papas arrastran la tierra del sur a la ciudad y sobre el asfalto inevitablemente propio.
Los
he escuchado hablar tantas veces, que ni imaginan todo lo que puede una
saber de quienes vociferan la mercadería que la tierra da. Le cuentan a
una casera, le cuentan a otra casera y una escucha. Entre el manoseo de
la fruta y el reclamo por la carestía, también se abre la boca y algo
del rastro de la vida lo deja entremedio del puesto que se va y viene
cada semana.
Yo soy la feria, mi cuerpo literalmente se
alimenta de ella, a través del esófago, de los sentidos y de esas cosas
que se llaman raíces, esas que nos atan a un terruño, a lo que se
pertenece.
Cuando la tristeza se comía mi corazón, yo
iba a la feria y ese día se volvía más alegre, más bello. Más aun cuando
además de vender la fruta, el jabón y las flores, los caseros la
zamarrean a una para que no escuche al que nada sabe de una y que habla
en vano.
Por eso y por mucho más hoy les saqué fotos
con cariño, con ese que a veces pasa imperceptible y solo se vuelve
visible cuando se pierde.
Ellos son feria......yo también, yo también.
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